Ella siempre insistía, tiraba de las cuerdas, pero nunca había respuesta. Procuraba tener paciencia, empatizar; pensaba: otra vez será. Pero nunca era. Qué duro, pensó, esforzarse siempre tanto y nunca encontrar nada. Como si ella, al insistir, estuviera obligando a las cuerdas a moverse y ellas solo lo hicieran con un mínimo esfuerzo: el suficiente para que ella pensara que algún día lo podría conseguir. Lo que nadie se esperaba era que un buen día ella se levantaría sin fuerzas y se negaría a tirar. Hasta aquí he podido dar.
Luego vinieron los llantos, el dichoso es que te pasa algo, el agobio y los fantasmas.
¿Es que tú no te irías de un lugar si sientes que no eres bienvenida? No puedes obligar a nadie a que te acoja, ni puedes suplicar que te recojan al caer. Cuando el monosílabo es una respuesta y tu cabeza está llena de voces que te dicen que jamás conseguirás nada quedándote, la única solución que alcanzas es huir.
Y otra cosa no, pero eso siempre se le dio de puta madre.
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