domingo, 5 de abril de 2020

Día X



No, tú no la has visto sin maquillar, y con ese pijama gris que nunca conseguía combinar. No la has visto cocinando, con un moño despeinado, mordiéndose los labios, ni la viste darse una ducha entre paredes de mármol. No la contemplaste desnuda, abriendo la nevera, ni bebiendo agua, desde la cama. No la has visto desde abajo, levantando imperios, ni su melena suelta cabalgando casi con despecho. No la viste pelear, ni susurrar, ni llorar. No la contemplaste en sus momentos necios, ni en su máxima bondad. No la has visto eligiendo qué ponerse, ni peinándose frente al espejo. No la viste desmaquillarse, cansada, ni la escuchaste contar sus problemas, lo que le atormenta. No te habló de sus temores, ni del futuro, ni de su proyecto frustrado. No, no la has visto. Si la hubieses visto me entenderías: metro setenta de fortaleza, capaz de derrumbarse en un solo instante. Cuando eso ocurre sus facciones cambian en milésimas de segundos y ese hoyuelo en la mejilla derecha desaparece para convertirse en una marca de expresión que denota desilusión. Le coge el teléfono a todo el mundo, aunque no tenga ganas de hablar, y escucha los problemas de todos y cada uno de ellos, mil veces,  sin cansarse, aunque a veces a ellos se les olvide preguntar cómo está. Quizá no lo hacen porque rara vez ella dirá algo distinto a: "estoy bien", cambiando automáticamente de tema después. ¿Sabes que para ser la chica más extrovertida del lugar nunca cuenta sus penas? Ella las escribe. Me dejaba leerlas, a veces. Ella creía que eran estupideces, siempre lo decía. "Son solo tonterías". Nunca creía en sí misma. Y eso me gustaba de ella, que ni teniendo delante la prueba más autoritaria y rotunda, creía que podría ser la mejor en algo. 
También me fascinaba que a ella casi todo siempre le pareciera bien y no porque fuera conformismo, sino porque creía que importaba vivir ese preciso momento. Siempre al día. Siempre con esa energía que la caracterizaba, siendo una inconsciente. Hablaba sin pensar, pensaba cuando había que hablar y tomaba decisiones precipitadas. No lo podía evitar, ese lado salvaje la consumía. Se conocía tan bien a sí misma que había aprendido a hacer ver que la mayoría de cosas no le importaban, pero a mí no me conseguía engañar, porque en sus ojos aún quedaba rastro de esas películas de domingo que la hacían llorar, y de esos conciertos que sentía casi suyos al escuchar a su cantautor favorito. Nunca se lo dijo a nadie, pero él fue el que la inspiró a empezar a tocar. ¿La has visto tocar en directo alguna vez? Cantaba siempre sin mirar y le temblaba la voz. ¡Como si no estuviera todo el día cantando, eh! ¡Como si fuese nueva en eso! Era increíble lo mucho que le costaba creer en esas pequeñas cosas y lo entusiasta que parecía con la vida. Todo le hacía ilusión, y a veces yo pensaba: "¿me tendría que hacer ilusión también a mí?" o "¿por qué yo no estoy comportándome como ella?" Tardé años en entender que ella jamás me quiso cambiar, ni una mínima pequeñísima parte. Que ella me aceptaba así, y que yo era mi único muro. Pensaba que si no era como ella, que si no me levantaba cada mañana con ganas de comerme el mundo, era porque en realidad no debía estar a su lado. 
A veces me imagino su voz - es lo que recuerdo con total nitidez- diciéndome: "¿PREPARADO?". Segundos después la veo en el pasillo, enrollada en una toalla blanca, bailando con torpeza. No sabes lo que daría por verla así una vez más, por escuchar una vez más cómo se queja del mundo; ese que jamás pudo cambiar aunque se empeñara. Y te juro que lo hacía. A veces marco su número y me quedo unos segundos pensando en si tendré el valor para articular palabra. Al final, no sé dónde está, solo sé que ya no vive en la ciudad y que probablemente tardará en volver. Tampoco sé qué decirle. Que he comprado pizza y es de cuatro quesos, que aún guardo esa cerveza tan rara que le gustaba, que no se me ha olvidado que le debía un maratón de películas malas y que guardo la carta que me escribió como si fuese oro. Que algunas noches no me deja dormir el ruido que habita en mi cabeza, que he hecho una playlist de canciones que solo hablan de nuestra historia o que me juzgan los libros que se dejó en esa repisa al marcharse cuando me voy a dormir. Que a veces la veo en sueños y está tan guapa como siempre, que me jodió que se quitara todas las redes sociales porque ni siquiera sé de qué color lleva el pelo; y también que todas esas cosas me darían igual si volviese a sentarse en este sofá. 
A veces me imagino que, por arte de magia, decide pasarse por aquí y me pide que le ponga un café. Y me gusta pensar que me dirá que ha escrito todas esas ideas locas que tenía, que también ha pensado mucho en mí y que no ha borrado ni una sola foto. 
Tú no la conoces, pero si ella estuviese aquí ahora mismo, escuchando todo esto, se reiría como una loca, mirándome, como diciendo: "¿Si es que no ves que estoy aquí por ti?" Ella era así, kamikaze, impredecible, testaruda y desbordante. Si me leyera el pensamiento, probablemente me diría que si tanto la iba a echar de menos por qué insistí tanto en que se tenía que ir. ¿Y sabes qué es lo peor, tío? 
Que tendría razón. Que ella siempre tenía razón. 
Y que yo ya lo sabía. 

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