miércoles, 6 de marzo de 2019

Dejar de escucharme.



Yo te gritaba, te gritaba con la voz temblorosa, ahogándome en mis propias palabras, arrodillándome ante aquel momento preciso en el que decidí romper el silencio. Y tú, desde la otra punta de la calle, te girabas a mirarme. Una y otra vez. Te girabas, mirabas hacia adelante y te volvías a girar. Era muy real. Parecía que estábamos a menos de treinta metros. Me sonreías, como si no me escucharas, como si no supieras lo que te estaba diciendo. Y yo, rasgándome las cuerdas vocales, al ritmo de un rasgueo arrítmico, bajo un RE menor afónico, te decía que te quería. Tú seguías sonriendo, y levantabas las manos, los hombros, como diciendo no te escucho. Y yo me hundía en la acera, que parecía, de pronto, arena movediza. Mientras iba perdiendo la visión, el olfato, el tacto, el oído y el gusto, te seguía gritando; pero cada vez me escuchabas menos, y yo cada vez forzaba más la garganta. Al final desistí, me dejé caer hasta hundirme del todo. Lo último que vi fue tu cuerpo corriendo hacia mí. Lo último que noté fue tu olor, impregnando lo poco que quedaba, en la superficie ,de mí. Lo último que escuché fue tu voz, gritándome: simplemente me estaba haciendo el sordo...
Pero no escuché nada más. Intenté concentrarme en el exterior, aguantando mi respiración, para poder prestar atención. Si hubiese podido, habría parado los latidos de mi corazón para dejar todo a manos del absoluto silencio; pero no escuchaba nada, y como nada funcionaba, quedé aislada del mundo, lejos de él. 
Cuando llevaba lo que parecían horas en el profundo silencio, en la profunda soledad, desperté. Mi cama seguía siendo la de siempre, mi olor también. Nada había cambiado, solo que yo aún no había dicho te quiero y tú aún no habías podido dejar de escucharme. 

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