viernes, 1 de marzo de 2019

Imagen S. Herranz

Ha sido un día duro. Tan gélido y siniestro como esos en los que las lluvias otoñales amenazan con ser interminables y anuncian el frío delirante de noches repletas de golpes secos y constantes en los cristales. Como esos días, justo así, pero en primavera. Ha sido un día de esos que después desaparecen del calendario, los que no se cuentan al resumir el año, ni de los que se guardan recuerdos especiales. Un día tonto, de esos absurdos, no escritos ni reflejados en ninguna entrada de cine, ni de concierto. Un día agotador, de esos que susurran melancolía y te bañan en escepticismo. 
Me quito, a duras penas, los tejanos, y después los cuelgo con desgana en el perchero superviviente que hay detrás de mi puerta. Necesito desaparecer. Me pongo esos casos gigantes que pesan más que mis hombros y me tumbo en la cama. Todo me da vueltas cuando cierro los ojos y empieza a sonar la primera canción. Es una de esas que me hacen llorar: Give me love, de Ed Sheeran. Una de esas que me recuerdan a mi yo más optimista, a esa chica que la cantaba con diecisiete años, pensando que las cosas bonitas que tenía durarían para siempre. Maldita e ingenua. Me da tanta envidia. Me gustaría, solo por un segundo, volver a esa mente menos adulta, menos leída, menos escrita, más feliz. Quizá no había pensado tanto, filosofado tanto, ni se había emborrachado siquiera. No apreciaba el sabor de la cerveza, ni el poder de un buen argumento. Aún no discutía con nadie ni por nada, no conocía el término feminista, ni sabía qué le depararía el futuro. Ni siquiera que se interesaría más por el periodismo. No tenía ni idea de lo que le esperaba. Y por eso la envidio. La envidio porque si ahora pudiese volver, sabiendo todo lo que sé, probablemente mi historia sería diferente. La envidio porque aún tiene la oportunidad de hacer las cosas bien, porque aún no ha tenido que elegir, porque aún no ha luchado por imposibles y ha fracasado, porque aún no ha bajado la cabeza, humillada, volviendo a casa, entre lágrimas ardientes de rabia e impotencia. La envidio porque aún no ha mentido, ni les ha pedido perdón a sus amigos por dejarse llevar por un gilipollas que casi acaba con sus días felices. Aún no le han rasgado, aún no desconfía. Vive, persistente, luchadora, ágil. La envidio porque no sabe lo que vendrá, porque quizás esta vez elige bien. La envidio porque sabe dónde quiere ir, pero no tiene ni idea de dónde acabará.
La envidio porque no existen los viajes en el tiempo, la envidio porque hoy le diría que salga corriendo de aquellos rincones que la asfixian, que abandone antes a esas amigas que no saben quererla, y que sobre todo, escuche más a sus padres. 


Le diría que no se rinda nunca, aunque tenga ganas. Porque hasta en los días más tristes, quedan versos que valen la pena. 

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