viernes, 19 de octubre de 2018

Me había pasado la vida intentando descifrarle. Lo miraba siempre con fuerza, con garra, concentrada en adivinarle. Como si sus pensamientos fueran archivos ocultos, escritos en un idioma ya no practicado, imposible de entender. Nunca lo conseguí, nunca supe qué pretendían cada uno de sus pasos, qué escondía su íntima mente. Jamás hizo siquiera un movimiento que pudiera hacerme sospechar qué escondían esos ojos. Quizá por eso tardé tan poco en quererle, en pensarle. Para mí era un enigma que tenía que resolver, una ecuación cuya X se escondía en algún lugar que yo un día debía pisar. 
Pero jamás lo hice. Nunca supe qué le empujó a marcharse, ni siquiera supe por qué se fue. 
Si pudiera, ahora, se lo preguntaría. Aunque sé que jamás respondería con certeza. Sería un “no sé” perseguido por un “mañana ya lo pensaré”, que al final desembocaría en un “el momento ya pasó”.

Me hubiese gustado sacudir su mente alguna vez, extraer respuestas. Pero ahora jamás lo sabré. Y quizás lo más triste de todo esto es que él jamás sabrá que sentí eso, que siento eso. Porque jamás se lo preguntaré, porque nadie sabrá nunca que yo sí le quise. Que yo sí respondí. Que yo sí que miré cuando se marchó. Que yo sí. 

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