Es un susurro gritado, la paz sobre unos hombros,
un destino gracioso y complejo que nos recoloca donde cree que debemos estar.
Hace tiempo que dejé de creer en el destino, que empecé a creer en las
coincidencias, en las casualidades. Aunque debo reconocer, aunque me moleste
hacerlo, que a veces vuelvo a creer en él. Me pregunto por qué me ha llevado
por este camino, en qué dirección querrá que vaya, qué opción me hará escoger.
Es curioso cómo el ser humano otorga la responsabilidad de decidir a un ser
mayor y omnipotente al que llamamos destino; como si así pudiésemos dejar de
elegir, de ser responsables de las decisiones que tomamos. Yo he dejado de
creer en el destino porque he empezado a pensar que el mío lo he construido yo.
Que soy una acumulación de decisiones absurdas, importantes, acertadas y
erróneas que me han traído hasta aquí. Mientras se me pasa todo eso por la
cabeza, te miro. Y me cuesta muchísimo ver que es real. Siento, por un momento,
como si hubiese recogido una fracción de nuestra historia del pasado, la
hubiese idealizado, y la hubiese traído aquí conmigo, hoy. Un sueño construido a medida para este momento. Pero eres real. Y
estás aquí, justo delante. ¿Qué está pasando? ¿Por qué se nos abalanzan un montón de preguntas
sin respuesta? ¿Por qué siento que esas dudas y esos miedos nos sacuden y nos
traen a la realidad? No lo sé. Decido no pensarlo, porque quiero disfrutar el
momento, porque decido tenerte en ese instante, porque elijo que solo somos tú
y yo, que todo lo que está fuera de esas cuatro paredes no existe. Ni siquiera
el futuro, ni las decisiones, ni los horarios, ni las explicaciones. Ni lo que vendrá después.
Tu piel sigue siendo tu piel, huele exactamente
igual que la última vez que te había abrazado. Parecemos las mismas personas y,
sin embargo, noto cuánto hemos crecido. Quizás debíamos crecer para llegar
hasta aquí. Quizá era necesaria la distancia, tal vez estemos más cuerdos o nos
importe todo menos de lo que debería. Quizá somos mejores. Quizá.
Me gusta estar aquí. Y no lo disimulo. No, porque
no me sale. No, porque en un pasado ya lejano lloraba pensando que jamás
volvería a saber de ti. Y de repente, otra vez, a dos centímetros. Risas.
Anécdotas absurdas. Tú escuchándome, haciéndome ver que te importa, aunque en el
fondo sé que hablo demasiado. Esas pequeñas cosas. Una caricia a destiempo, un
abrazo largo, un beso que pausa. Uno, tal vez, que cambia mucho, o deja todo
exactamente donde debe estar.
Alejados del mundo, tal vez de la realidad, unas
horas.
Me gusta estar aquí. Por un momento, no somos
personas con nombres y apellidos, por un instante, solo hay una historia. Y ya
no importa quiénes somos, de dónde venimos, qué hemos hecho o dicho, o
decidido en un pasado, porque solo somos dos fragmentos de universo
concentrados en un espacio de veinte metros cuadrados, con truenos de fondo y
un abrazo infinito. Porque me da igual lo que juzgarían unos ojos desde fuera,
yo aquí dentro te miro y me resulta increíble lo mucho que alberga un corazón
por mucho que pasen los años. Y me resulta indiscutible el hecho de que siga
habiendo algo que nos une, llámalo química, energía o conexión.
Tengo veintidós, y cuando miro directamente a tus
ojos esa niña de dieciséis me recuerda por qué después de tanto tiempo yo
seguía pensando que algún día podríamos cruzarnos de nuevo.
Y no fue el destino esta vez,
fui yo, desafiando las leyes de la gravedad, del
tiempo y el espacio,
desafiándome a mí, desafiando al pasado,
sabiendo de antemano que no sería fácil,
conociendo ya que cabía la posibilidad de que todo
fuese confuso,
sin saber que las cenizas de una historia que ambos
habíamos archivado en nuestras memorias podían convertirse en llamas y que todo ardería de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario