Dijiste que te había salvado en todos los sentidos que puede conllevar esa palabra.
Que yo te había sanado todas las heridas a base de alcohol dulce, y que ya no te escocían las caricias de otras manos que no fueran las de la soledad.
Que yo te había sanado todas las heridas a base de alcohol dulce, y que ya no te escocían las caricias de otras manos que no fueran las de la soledad.
Dijiste que había tintado tu mundo, de una felicidad impermeable, y que le quité los lunes a todas las semanas de tu vida. Que hice de los domingos el sofá perfecto en el que tumbarse a hablar sobre qué estará pasando al otro lado del océano. Que los canales de televisión se hicieron aburridos si no eran mis dedos los que jugaban a cambiarlos, y a desordenar todo tu mundo...
Me prometiste que todo era de verdad y te balanceaste en mi propia vida, haciéndola tuya.
Era tuya.
Es tuya.
Y es que tú y yo ya nos habíamos visto antes, amor.
Pero no era el lugar, ni era el momento.
Y sin embargo, llegó un día en que sí lo fue.
Era veintiséis y no llovía (lástima, porque la lluvia siempre nos gustó). Yo llevaba tu sudadera roja, que tanto me gusta, y el destino hizo que cupido apuntara directamente hacia mí.
Un beso acabó con lo que llevábamos construyendo meses, un muro que derrumbamos a base de conversaciones y sonrisas que no tenían precio.
Creía que no se podía querer más a una persona, pero tú rompes con esa regla cada día.
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