domingo, 2 de junio de 2013

Como las estrellas al fundirse en el cielo.



El cielo era infinito. Me perdí en el tono anaranjado, en las nubes que corrían y parecían participar en una carrera que no acababa nunca. Las estrellas acechaban y amenazaban con aparecer en cualquier momento. De mientras tú, caminabas nervioso. Te pisabas tus propias chanclas y reías. Decías que los atardeceres desde la montaña son aún más preciosos que desde la ciudad.
También repetías que no habías conocido nada parecido aún a mí sonrisa. Que el cielo aquella tarde me tendría envidia. Y yo reía.
Me gustaba que curiosearas por cualquier rincón y yo te siguiera. Cogías mi mano, como protegiéndome del mundo. Y creías que así nada podría afectarme. Te creías un héroe, y tal vez lo fueras. Tu marrón en los ojos abarcaba toda la ciudad, que vista desde arriba parecía más y más grande. Me cantabas canciones inventándote la letra. Siempre decías que una canción en inglés está hecha para que tú pongas la letra. Yo pensaba que estabas loco, y cantaba contigo.
Cualquier niño habría tenido celos de la niñez e inocencia que desprendían nuestros ojos cuando nos mirábamos. Saltaban chispas. Nos convertíamos en fuegos artificiales. 
- Algún día arderemos- decías mirándote los zapatos- y ese día sabremos que estamos hechos el uno para el otro.
Ardíamos, amor. Como ardió Troya hace muchos años. Como ardían los bosques cuando alguien tiraba un cigarro y el fuego se propagaba de árbol en árbol. Ardimos, como las fogueras de San Juan, como las estrellas al fundirse en el cielo. Nos habíamos hecho inquebrantables, inseparables, indispensables. Tenías razón, amor. Estábamos hechos para permanecer juntos. 

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