lunes, 27 de mayo de 2013

Ojos de ángel.

El frío se me agarró a las costillas y luché por apartarlo. La luna era tan grande que me pareció estar metido en ella. Las calles estaban vacías y me miraban silenciosas esperando de mí algo, como todos.
Caminé. Las converse parecían crujir contra el suelo. Pisé más fuerte. Más. Hasta que los pies comenzaron a dolerme. 
Y ahora qué, pensé.
Hice un intento de ser valiente, pero para qué tanto esfuerzo, yo siempre había sido débil, así que me limité a llorar. Mi madre decía que llorar era de personas fuertes, pero yo jamás la creí. Y mi padre creía que si un chico lloraba era porque no era chico del todo. Me reí de la absurdez de pensar que un chico no era capaz de llorar. ¿A caso yo no lo estaba haciendo? Cubrí mis ojos con las manos. Sé fuerte.
Pero ya no podía serlo. Había presenciado la desaparición de mi hermano, las borracheras de mi padre, los silencios eternos de la familia que parecían ocultarme secretos inmensos que jamás sería capaz de descubrir...Y había visto cómo una ambulancia se llevaba hacia el hospital a la única persona que había tenido realmente.
Cuando entré a la sala estaba vacía, totalmente, pero ella estaba tumbada con los ojos cerrados y una sonrisa enorme. Le susurré algo parecido a un Hola y no pude evitar que alguna lágrima cayera. Se habría reído de mí al haber estado despierta. Pero no lo estaba. No. Ya no. Y ese era el problema. Tragué saliva y la miré. Quise besarla, quise acariciarla como había hecho tantísimas veces antes. Incluso quise decirle todo aquello que ahora parecía tropezar en mis labios y querer salir pitando. Era como si tuviera aún cosas que contarle, cuando creí que ella ya lo sabía todo. Tal vez no, tal vez me faltó algún Te quiero más, algún Nunca había sentido algo así, tal vez me faltaban mil bromas que hacerle; y así ver esa sonrisa que había conseguido sacarme del pozo más hondo en los días más negros. 
Cuando salí de allí supe que ya no volvería a ser el mismo.
 Supe que si ella se recuperaba, yo podía aún salvarme. Sabía que si ella no lo hacía, mi vida giraría en sentido contrario. 
Necesitaba a la chica de ojos tristes que se sentaba en segunda fila, mordía el bolígrafo y cargaba su mochila con tres cientos libros al día. Necesitaba esa risa contagiosa tras cada broma, esa torpez absurda que jamás me importó aunque a ella le avergonzara. 
Necesitaba de unos labios que habían dejado de moverse, al son del aire, articulando palabras de amor. 
El viento golpeó mi ilusión y con ella, mi cara. Me senté donde tantas veces antes había estado sentado con ella y por un momento la sentí.
No lloré, al menos no por fuera. Pero juro que dentro de mí había empezado a llover. Ahora ya no vendría ella con su paraguas enorme y me diría ' Aquí hay un hueco para ti'. Ahora la única opción que tenía era mojarme. Sin nadie que después secara mi ropa al llegar a casa, sin nadie que se preocupara por un dolor de cabeza o un constipado. 
Sin nadie que me dijese: 'Si te hunden, te haré flotar, pero antes les hundiré a ellos también'. 
Abracé mis propias piernas en un intento absurdo de sentir algo más que tristeza. O tal vez para arroparme. El caso es que la imaginé entre la multitud, cabello dorado y ojos soñadores, acercándose a mí atropelladamente. Parpadeé y ella ya no estaba. 
Sonrisa de niña, rasgada.
Ojos de ángel, perdidos.
Y mi corazón latiendo cada vez más lento ahora.
Sueños difuminados que se desvanecían. 

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