lunes, 26 de octubre de 2020

Sobre pensamientos absurdos y miedos cobardes (que no son míos)

 No sé si es pronto para hablar de ello, pero creo que la concepción del tiempo ha cambiado para mí. Supongo que no nos gusta vernos frente a esos mismos errores que ya cometimos. Por eso siento la absurda necesidad de hablarlo contigo, y por esa misma razón aún no lo he hecho.

Te lo diré todo, que he estado pensando - tal vez más de la cuenta- y que no he podido llegar a ninguna conclusión. Te contaré que me entristece ver que tanta magia se desvanece en un segundo, que creía que esa química haría explotar todo. Como aquellas primeras veces, sentados frente a frente, absorbiendo los fideos mientras reíamos. Me has hecho pedirme una cerveza. Lo cierto es que casi me obligaste. La noche del primer beso. La noche de los planes desmontados, los esquemas rotos (ojo al cliché, porque lo bordaste). Además la ironía de que fuese en un árabe y que tú vinieses de la playa, bastante despeinado. Mira qué guapa vengo yo a la cita y tú hecho un desastre. Te reías. Tranquila, que me he traído una camiseta. El bus que perdí, el taxi que cogí, las prisas y el vestido azul. Te dije que nos quedáramos hasta las diez, y las once trajo las doce y las doce las dos. Fue una de esas noches nada perfectas que acaban tiñéndose de perfección. Y lo que llegó semanas más tarde, un intento torpe de aguantar diez minutos de película y tus manos rebeldes erizándome la piel. Las charlas del verano, apoyados en el capó, mirando las estrellas, hablando de la muerte, retándome a encontrar Marte (eres un tramposo, tú siempre sabías dónde estaba porque naciste sabiéndote las constelaciones y la maldita alineación de los planetas). Tu manera absurda de hablar de todo sin decir nada, o de sin decir nada, parecer saberlo todo. Aquella cena que habíamos tenido un par de meses antes, donde te diste cuenta de que iba a perseguirte mi imagen y donde yo ya llevaba dándole vueltas a la tuya días. 

Alguna vez hablamos del amor, aquella última noche fue en mi cama. Tú habías cantado un tema de Elvis y yo había tocado la guitarra para ti. Te leí, incluso, unos versos que escribí pensando en ti. Me miraste atónito, como si hubiese abierto una puerta de mi corazón, estabas asustado. Y me abrazaste, tumbado, me dijiste que la última vez te habían destrozado y que te daba miedo amar. Yo te dije que te entendía - y lo hago, no creas- y que sí, seguramente algún día me encariñaría contigo. Me mandarás a la mierda. Y qué claro lo tenías. Y qué claro lo tengo yo ahora. Que me da miedo el miedo, porque por miedo me han abandonado muchas veces antes. Ya no tolero el miedo. Ni te lo puedo pasar a ti. 

Ha llegado el temido día, en el que la indiferencia pesa el doble si se nota y se nota siempre. El día en el que no puedo sostener excusas ni mentirme a mí misma. El día en el que me descubro, entre las sombras, queriéndome mucho más de lo que querré a nadie. El día en el que intento no admirar cada parte de ti, en el que te veo más humano que nunca y lleno de pólvora. Ese día. El día en el que tengo que sentarme a hablar las cosas antes de que me consuman. Te dije Creí haber visto algo entre nosotros y dijiste: ¿Y ya no lo ves? Y no supe responderte. Sí, claro que está ahí, pero las cosas no suceden solo si uno rema, suceden cuando los dos lo hacen. He remado yo siempre, he sostenido yo todas las relaciones que he tenido, sé lo que es sentirse sola, luchando para que las cosas salgan bien. He dado tanto de mí que suelo acostumbrar a las personas a que no den nada, y no quiero que me suceda esto de nuevo. Ni contigo, ni con nadie. 

Hay una ley que me he escrito con fuego y que voy a llevar por bandera: no le temeré al abandono jamás si la persona que tengo enfrente no me da motivos para temerlo. Pero es como si ya no pudiera confiar en nadie. Me pregunto hasta qué punto tengo yo la culpa o hasta qué punto la tienes tú.

Lo peor es que cuando intento obviar todas esas pequeñas partes que he disfrutado contigo, aparecen, de repente, los momentos buenos que hemos compartido. Y recuerdo aquel mediodía que una comida nos llevó a unas cervezas y acabaste cancelando tus planes por quedarte conmigo un rato más. Me diste tu chaqueta y olí a ti toda la noche, y me prometiste que me llevarías a aquel mirador en el que hemos pasado demasiado tiempo este verano. Preparaste una cena y tuvimos una charla mirando el cielo sobre la familia y la relatividad del tiempo, y yo pensaba que aquella noche ibas a besarme y no fue así. Pero supe un poco más de ti, y me hablaste del sexo, del ser humano y los despojos. Y yo te hablé de mis sueños, mis aspiraciones, mi malhumor y los relatos. Y a partir de ahí hubo distancia, te asustó que te gustara y me asustó gustarte. Y compartimos playas y amigos, cartas y miradas. Hasta que el día que perdí aquel autobús cambió la historia. Desde entonces brilló un poco la aventura, el vernos a deshoras, los Nesteas en el coche, las charlas profundas. Sábanas y risas. Y aquella noche en la que el vino nos durmió en la misma cama. Los mimos antes de dormirnos, compartir almohada. No encendimos ni la tele aquel día que cenamos contándonos las historias de siempre. Aunque de lejos, me quedo con dos momentos. Uno fue el recorrido por aquel museo, filosofando sobre la inteligencia emocional y hablando de la expansión del universo; y el otro, aquel día en el mar en el que me acerqué y te besé sin preguntar. No me hizo falta mirar para saber que algo se creaba para transformarse y que aquella conexión difícilmente podía romperse. Aunque hoy esté aquí, escribiendo este pensamiento que se me acumula en los hombros. 



No sé si creerte. 

Me da vértigo hacerlo. 

Tendré que decirte que en mi campo no juega siempre la suerte, y que a los hechos me remito. 

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