Hay personas que florecen rápido, que evolucionan a la velocidad de la luz; otras se quedan clavadas en el suelo y echan raíces. Como el niño que, enfadado, se encadena al suelo del supermercado, cruzándose de brazos, y le dice a su madre que no se va a mover de allí hasta que le compre chocolate. O como el náufrago imprudente que vuelve al mar, sabiendo que le esperan mil derivas más. Hay personas que nos empeñamos en retroceder y darle a pausa, y darle al play, al pausa, al play, al pausa, otra vez. Están los que vuelan alto y lo que nos quedamos siempre rodeando las sombras de todo lo que nos quedó. Están los que conocen a alguien nuevo y les eclipsa su sonrisa y los que, por mucho que lo intentemos, nunca dejamos de proyectar la misma. Están quienes luchan y se rinden y lo que jamás probamos victoria, pero nunca nos retiramos. Están los que necesitan demostrar que siguen hacia adelante y los que en silencio se ahogan por las noches con todas esas palabras que jamás llegamos a proyectar del todo. Existen los que no miran atrás al marchar y los que nunca marchamos a pesar del tiempo. Están los que por temor callan y los que gritamos lo que sentimos aunque sepamos que seremos juzgados.
Están los que tardan una noche en olvidar y los que necesitamos más de las que Sabina contó en su canción. Están los cuerdos y los locos, los indecisos y los kamikaze. Están, bajo esta misma luna, dos cabezas pensantes, apoyadas en sus incómodas almohadas: una ha decidido dejar de pensar y la otra darle vueltas al mundo hasta que este se maree, para poder bajarse.
Los dos están locos: el primero por escapar; el segundo por el otro.
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