lunes, 23 de marzo de 2020

Es inevitable. La noche nos hace débiles, destapa nuestros temores y nos arropa con la duda. La incertidumbre ladea nuestras cabezas de izquierda a derecha, nos hace dar vueltas. Nuestros pensamientos no bajan la voz, no podemos dormir. Recuerdas de repente la situación en la que estás, sientes que tu vida se ha pausado, que ni siquiera te ha dado tiempo a arreglar lo que debías arreglar antes de que el mundo se detuviera. Finges que nada ocurre y estableces una rutina, algo a lo que agarrarte para que todo siga como si nada. Una taza de café bien caliente, unos rayos de sol bañándote la piel por las mañanas, ejercicio hasta sentir que no te quedan fuerzas y tumbarte para recordar todo lo que esos días atrás no valorabas. Lo que nadie valoraba. Te abrazas con fuerza, se te eriza la piel, hace frío cuando la soledad aprieta. Piensas en todo lo que echas de menos, y sientes que ni siquiera lo puedes expresar. La cárcel más libre de la historia: rodeados de medios para comunicarnos con el mundo, pero presos en nosotros mismos, sin poder tocar, besar, rozar, palpar, saborear. 

Que alguien venga y me explique si es normal que todo lo que nunca hicimos nos recuerde todo lo que algún día haremos si esto acaba.
Ojalá las cosas fueran diferentes y sintiera que mi vida no se ha quedado a la mitad. 

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