viernes, 10 de mayo de 2019

Pasillos infinitos, habitaciones diminutas


Aliento gélido, el que siento en la espalda, trepándome por la columna vertebral, cuando me planto ante el pasillo blanco inacabable. Habitaciones llenas de desesperanza, como la que me sacude hoy.  Una mujer abraza a un chiquillo, desconsolado, que llora en el pasillo. Yo me armo de valor y entro con una sonrisa en la 217. ¿Cómo estás? No dirá que mal, pero lo leo en sus ojos. No me sale estar bien, pero finjo por él, y le digo que todo saldrá perfecto, que esto son tonterías. Pero no lo son, nunca lo son. El médico ha dicho que no lo son. 
Lleva un pijama con sus iniciales, me sonríe cuando le hago bromas, esas que, en el fondo, no llegan a hacerle reír, porque - para ser sincera- sé que no tiene ganas de reírse, porque cree que es el final. Yo sé que no lo es, pero no se lo digo. Me envalentono y sigo riéndome de todo, obviando que, al salir de allí y subirme al metro para irme al trabajo, romperé a llorar. Eso él no lo sabe, ni lo sabrá nunca. 
Estoy irascible, enfadada, inmóvil, ofuscada y triste. Sobre todo muy triste. Pero no es tiempo de llanto, ni de reclamaciones a ese Dios que nunca apareció, que nunca se presentó, ni siquiera cuando se lo supliqué, ahogándome en aquel silencio. Nunca vino. Quizá es esa fe que ya no tengo la que me golpea, la que me hace ver que, tras el precipicio, hay una nada absoluta. Huele a radiación, a sacudida, a caída libre. Huele a deshacerme frente a la misma puerta todos los días, fingiendo que todo está bien. No estoy bien, ni ella lo está, cuando me coge la mano, con sus deditos arrugados y me dice que no sabe qué hará el día que se quede sola, el día que él ya no duerma junto a ella. Yo la miro queriéndola abrazar con los ojos, yo la miro como el que observa un cielo demasiado perfecto. Cada arruga que dibuja su piel es una estrella para mí. Yo no sé qué haré sin ellos. Pero no se lo digo, porque nunca expreso nada, porque dentro de este pozo de dolor hay una niña que está gritando, pero no quiere reconocerlo. Estoy asustada, me da miedo el vacío, me da miedo afrontar una ausencia que de verdad me duela, estoy asustada porque nunca he tenido que despedirme de nadie para siempre, porque nunca he tenido que doblar mi cuerpo para dormir por las noches por el dolor, no sé qué se siente cuando desaparece una parte de tu alma, y me acojona. Los miro y me acojona. Los abrazo y me acojona. No sé vivir sin vosotros. Todo va a salir bien, pero sé que no puedo vivir sin vosotros.
Me duele la despedida que aún no he pronunciado, y suplico entre lágrimas que todo pase pronto, que haya sido solo uno de esos sustos absurdo, una de esas bromas pesadas que tiene la vida.

Quiero despertarme de esta pesadilla, está durando demasiado. 

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