martes, 16 de abril de 2019

El coraje de vivir algo.


Cuando Marcos cruzó desde el otro lado yo ya había oído el disparo. Me agaché tan rápido que desaparecí del paisaje durante unos segundos. Él no me veía y gritaba mi nombre. Dónde estás. Estoy aquí. Pero seguía sin verme, joder, seguía sin verme. 
El ruido de la explosión apenas dejaba espacio para que pudiésemos escuchar nuestros quejidos, nuestros gritos ásperos de sabor desesperado. Ojalá pudieras verme, Marcos, estoy aquí. 
Haber llegado hasta allí ya había sido superar con expectativas lo que esperábamos de aquellos meses fríos. No quedaban provisiones, medicinas, ni teníamos más que un centenar de armas. Eso era poco para tantos. Aunque...¿tantos? Hacía días que no nos reuníamos. No sabíamos ya cuántos quedaríamos vivos. 
Tras unos segundos, la cortina de humo se expandió y mis ojos miopes vislumbraron algo entre los matojos gigantes y secos. Creí ver a Marcos. Aceleré torpemente por el bosque con el único fin de poder verle de nuevo, abrazarle, reunirme con él después de tantos días. Tocarle, preguntarle si estaba bien, si le habían herido, si había matado esta vez. Me acerqué más rápido de lo que jamás pude imaginar, mis pies flotaban, no me creía tan veloz. Supuse entonces que, ante momentos de pura adrenalina, cuando nuestros cuerpos están a punto de rozar nuestro hogar, nuestro único y auténtico hogar, éramos capaces de llevar nuestros cuerpos a dar lo mejor de sí. Fue terriblemente doloroso descubrir que aquel no era Marcos, sino uno de ellos. Con los ojos rebosantes de lágrimas - que podrían haber sido rojas, perfectamente- saqué mi machete y le atravesé la cabeza. 
Había dejado de escuchar aquella voz que me gritaba. Me preguntaba entonces si sería cosa de mi imaginación, si la deshidratación era tan grande, que había perdido totalmente la noción de la realidad. Miré, obsesionada, hacia todos lados, sin encontrar un punto fijo en el que descansar la vista. 
Marcos entonces ya estaba lejos, se había marchado porque no me había visto, se había marchado porque creía que yo ya no estaba allí. Nos habíamos cruzado sin saberlo.
Atravesé el bosque y lo que duró solo un par de horas me parecieron siglos y siglos. Sentía que el tiempo pesaba, me encogía de hombros, me hacía sentir oxidada y pequeña. El sabor metálico de la sangre descansaba en mi paladar. Si no bebía agua en unas horas, probablemente, me desmayaría. 
Luché con todas mis fuerzas por seguir hacia adelante, aun sabiendo que la herida de la rodilla izquierda se abría a cada paso que daba, aun siendo totalmente consciente de que tendría una infección cuando lograse llegar al campamento. Me hice un torniquete con la manga de una sudadera gris, vieja, de Marcos, y seguí, como el que persigue algo o alguien, como el que no quiere morir.
Con 29 años es pronto para morir. Con 29 años debería estar en otra parte. Con 29 años no debería estar al borde de la muerte ni de la extinción humana. Con 29 años creía que ya tendría un trabajo, planes de futuro, un piso de alquiler y coche propio. La chica de 29 años que era sentía tener muchos menos. La chica que había perdido el único mapa que tenía, la que se había quedado sin provisiones, había soñado muchas veces con ser escritora. Y en ese estúpido y eterno momento, ni siquiera redactó en su cabeza lo que explicaría después de sus vivencias. No quería ni sabía si podría hablar de ello. Había pensado muchas veces que las situaciones complicadas eran las que más fácil se escribían, pero la vida, el tiempo, o el intrépido mundo al que se asomaba, le habían hecho ver que cuando realmente el dolor te atraviesa el tórax, la única salida es caminar, y caminar, y caminar. Que escribir era para aquellos que aún tenían medio corazón vivo, que escribir no era de valientes, sino de cobardes disfrazados. Que ser valiente era tener el coraje de vivir algo sin saber si sobrevivirías para contarlo. 

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