miércoles, 28 de noviembre de 2018

116.

Espalda llena de fracciones diminutas de sueños, cálida y serena, me llama hasta que la encuentro. Entonces la rozo suavemente, recreándome en cada poro, cada imperfección, cada retal y sueño. Me mira de frente mientras la acaricio, pidiéndome más, sin decirlo. Entonces mi aliento la eriza, la besa, la aprieta, la sostiene, la toma, la deja. Y él se gira. Ahora labios con labios, una lengua que atraviesa las murallas blancas de mi boca, que recorre cada rincón de mí en busca de otra lengua que la roce. 
Se detiene en la barbilla cuando deja mis labios para dirigirse al cuello. Entonces me estremezco y contraataco, sabiendo que es una batalla en la que no habrá derrotas, solo victorias que acumular en cada átomo, cada poro, cada capa de piel. El frío nos sacude con ganas, pero nosotros combatimos cualquier ápice de hielo; el invierno nos sabe a poco. Me gira sutilmente, y firme, me mira a los ojos. No sé si sus pupilas están más dilatadas que las mías, ni si el marrón de sus ojos es más oscuro que el mío, pero sé que hay un punto en el que deciden encontrarse. Sonrío con ganas y me dejo llevar. Un beso cerca de las costillas me regala un trozo de cielo, delirios de un paraíso finito. Lucha de gigantes, un peso y contrapeso, el límite entre estar encima de la montaña o debajo. Le pido más con los ojos, benditos mensajeros. Entonces ríe victorioso sabiendo que va ganando la batalla, que estoy rendida ante su imperio de besos largos y lentos. Fueron ciento dieciséis veces las que me mordí el labio, las veces que le robé el aire, ciento dieciséis puntos que marcamos.
Abrir los ojos horas después fue sentir que el mundo de fuera era un planeta desconocido y que la tierra media solo 19 m², al menos durante una noche. Lo que viniese después sería solo la resaca de la libertad, lo que viniese después sería ajeno al instante de paz que sentí cuando las embriagadas estrellas alumbraron la noche. Dejé abierta aquella parte de mí que llevaba años cerrando, porque por un momento no sentí miedo al rasguño, al viento ni al daño. Llevaba ya cuatro años sin abrirla, pero ya no había miedo, sabía que la lluvia no alcanzaría a entrar esta vez, que me había hecho fuerte y segura. 
Entonces él entró como el que ve algo por primera vez, con la seguridad insegura en la piel y la sonrisa clavada en la mía. Le dejé pasar porque sabía que no habría heridas después de que pisara mi luna. Sus acompasadas pisadas me hacían sentir que el mundo no se había quedado quieto, que a veces es imposible huir cuando vas en contra del viento. Que cerrar los ojos y sentir podía hacerme conseguir despojarme de toda lógica que me tenía presa, me recordó que yo nunca me había encadenado para bailar, que debía deshacerme de esas cadenas que me impedían saltar.

Me recordó cómo volaba antes de tenerle miedo a las alturas y, por un momento, volví a ser yo. 

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