Había tanta sal guardada en esas heridas que se negaban a sanar que ambos habían comenzado de nuevo a bajar sus miradas. Los pasos en la acera resonaban haciendo eco del silencio. Una gorra mal puesta, unas bambas desatadas. Unos besos aún guardados en cajitas de primavera. Un almacén de caricias enlatadas. Dos cuerpos que se pegaban al calor de un verano perfecto. Una felicidad envasada al vacío. Dos palmas que impactaban siendo manos torpes. Una falda subida, unas pupilas gigantes, la ropa y la vida tirada en el suelo. Y las cartas sobre el colchón, apostando el corazón a cada tirada. Él nunca era perdedor, siempre dueño de la baraja. Ella siempre con su mala suerte y su poco azar, con el amor entre las piernas proclamándose ganador de la pelea. Dos corazones victoriosos que no respiran mientras se rozan tímidos. El latido acelerado, el olor de una vida que comienza a ser perfecta. La mejor cena era entonces aquella improvisada cualquier sábado noche, cuando entonces la mejor opción era acurrucarse dentro del invierno de sus pupilas y ver la película de todo aquello que querían ser cuando aquel presente fuera futuro.
Ahora ya es futuro, y no se miran.
Cambian palabras secas acompañadas de lágrimas invisibles que apuntan como balas en sus corazones. A ver quién dispara primero, a ver quién se muere después. Ingenua la vida que se empeña en hacerles ver que siguen respirando aunque su razón de ser ahora se conjugue en pretérito imperfecto.
Ella le devolvió el otoño para que no doliera, él se lo llevó todo con su huida.
Él supo de ella un día, que a lo lejos vio cómo seguía su vida. Ella no le volvió a ver, pero no lo dejó de pensar, ni tan siquiera un día.
¿Y si se hubieran quedado fabricando veranos en aquellas tormentas de invierno? ¿Habrían sido más felices si no le hubieran escrito el final al cuento?
Ojalá responder fuera tan sencillo como preguntarse qué hay después de todo, cuando ya no queda nada.
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