martes, 19 de mayo de 2015

Hoy he visto los ojos de la muerte, y se parece a nosotros.

Me he dado cuenta de que no somos conscientes de que nos morimos. A cada segundo estamos un poco más cerca del final de un camino en el que no dejamos de andar ni un solo segundo. Hoy mientras miraba a todas esas personas he visto que no sería la última vez que estuviera rodeada de gente llorando la pérdida de alguien. Lo he visto todo tan surrealista...Supongo que como todos los que estábamos allí. Nadie creía que dentro de una caja pudiera haber algo más que pólvora. Nadie veía en ese cuerpo el alma que probablemente nos miraba asustada desde su trascendencia. 
Hoy me he dado cuenta de lo triste que es morir. Y de lo mucho que necesitan las personas que siguen en el mundo para superarlo.  Bocas alimentadas con tópicos superficiales, en los que aparece el dichoso tiempo; el mismo que dicen que cierra heridas. Una mujer, su mujer, destrozada, llorando. Sin más consuelo que ver a su marido por última vez, con los ojos cerrados y las manos llenas de todos aquellos recuerdos que ambos sujetaban.
Hoy ha sido tan triste ver a mi familia destrozada que ni si quiera he pensado en nada más que en esto. Miles de palabras se abalanzaban sobre mí, querían ser las protagonistas de esta tristeza. Y aquí están.

Hoy me he dado cuenta de que no quiero morirme. Y que si pudiera elegir qué quiero que haya al otro lado, al final, escogería una vida parecida a la que tengo ahora.
Es curioso, que necesitemos ver las pérdidas para apreciar las ganancias. Que necesitemos de la muerte para apreciar la vida. Que tengamos que estar tristes para reconocer la felicidad cuando llega. Es trágico que algo tan débil como una vida mueva tantas almas. Que la desolación se cuele en todos y cada uno de esos corazones. Ver desde fuera lo que jamás quieres sentir dentro. Contemplarte pequeña, en un mundo enorme, cada vez más perdido, y verte inútil, inmóvil, quieta e indefensa, ante su inmensidad. 
La muerte me ha susurrado al oído que algún día vendrá. Y sé que nadie estará preparado para ello, y mucho menos yo.
Pero mirarla a los ojos me ha hecho saber que ella en realidad está tan asustada como nosotros. Y que si nos lleva es para no quedarse sola.
La muerte se parece a mí, a ti, a ellos. Se aferra a todo aquello que tiene vida para sentir que su corazón sigue latiendo.
Nos pasamos toda la vida convenciéndonos a nosotros mismos diciéndonos que nuestros abuelos partirán antes que nosotros, que nuestros padres se irán, que nuestros hijos nos verán morir. Pero...¿Estamos preparados para algo así?

La muerte es el peor dolor que existe.
Saber que nada ni nadie puede cambiarlo. Que se nos escapa de las manos.
Que nos aprieta bien fuerte y nos maneja a su antojo.
Nadie está preparado para marcharse, nunca.
Aunque haya hecho todo lo que quería hacer, aunque haya perdonado todo lo que tenía que perdonar y haya sido perdonado por todo lo que hizo alguna vez.
Al final nadie quiere irse.
Al final todos deseamos quedarnos.






Pero la muerte, amiga, pequeña de ojos tristes, siempre viene a llevarse lo que queda. Como una ráfaga de viento nos aleja de todo aquello que nos sujetó al silencio alguna vez. Y sin decir nada, nos acoge. Con la esperanza de que por una vez alguien se quede con ella. Con la dulzura de alguien que toma con delicadeza algo frágil e insignificante, por miedo a destrozarlo.
Así nos recoge la muerte, durmiendo profundamente todo lo que hemos sido, dejando solo en la memoria de aquellos que estuvieron a nuestro lado un poco de nosotros.
Arrasa con todo y solo nos deja la opción de resignarnos. 

Y nos resignamos. 

1 comentario:

  1. Sólo con el título ya me habías cautivado. El final también me encanta.
    ¡Precioso texto!

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