domingo, 17 de noviembre de 2019

Joan deja el vaso en la mesa mientras intenta silenciar, inútilmente, las voces que resuenan en su cabeza. Reproches, resentimiento y sal, invitados esta noche, en la barra de ese bar, con la misma agudeza de siempre, pero algo más cansados. Es el tercer cubata. La noche acaba de empezar. 
Se retuerce en el asiento, nervioso. Esta noche volverá a verla. Se acomoda el pelo hacia atrás. Dime por qué estás haciendo todo esto. Su americana granate va a juego con una pajarita estúpida que se ha comprado a propósito. A ella le gustan las pajaritas. Qué ridículo estás. Sorbo al cuarto, pide sigilosamente, alzando la mano con ligereza, el primer chupito. Ya son las dos y cuarto. 
Cuando alcanza a ver entre la gente su melena castaña anaranjada se le corta la respiración. Ha estado deseando ese momento con todas sus fuerzas, y ahora que ha llegado solo quiere salir corriendo. Olaya lo mira con tristeza, quizás de forma condescenciente, mientras se lleva la mano al bolso. Saca el teléfono y muestra indiferencia. Estará chateando con alguien. Alguien que no es Joan. 
Cuando él abandona la barra, se acerca un poco a Olaya. Apenas diez metros y quince personas les separan. Ambos saben, sin embargo, que están un poco más cerca. El ruido les impide articular palabra, ninguno da un paso más. Joan espera que sea ella la que, sin pensarlo, se abalance sobre él y le abrace, le pregunte cómo está, recuperen el tiempo perdido. Olaya, en cambio, piensa que es él el que debe hablarle, porque fue él el que se equivocó. 
Sus orgullos hablan mientras ellos se dan la espalda. Olaya baila con un chico rubio que se le ha acercado en la barra ;Joan, espera, cubata en mano, a que ella se arrepienta de haberse ido aquel abril tan pronto, cuando tras un malentendido, cerró las puertas de su vida. No hay noche en la que él no se arrepienta de haberla dejado marchar, de haber acabado con todo; no hay día en que ella no se pregunte qué había hecho mal. Joan, cabizbajo, se siente el hombre más pequeño e impotente del mundo; Olaya, altanera, con sus tacones, se empodera y toma las riendas de la situación. Se acerca, lentamente a Joan, por su espalda, y cuando llega a la altura de sus hombros, le roza con suavidad los dedos de las manos. Un estridente y punzante zumbido resuena en sus cabezas; en sus pieles, una tormenta eléctrica. Joan cierra los ojos, pero sabe perfectamente quién es. Ella relaja su cuerpo y se deja llevar hasta acabar justo delante de él. Al abrir los ojos, Joan baja unos centímetros su mirada para abrazar la de Olaya. Su risa chispeante alimenta su vientre, que tiembla, ruge y le hace cosquillas. Ambos olvidan que la música suena y se detienen en seco. Todo gira a su alrededor, pero ellos ya no lo sienten. 
Cuando le sirven el sexto cubata, Joan abre los ojos, asustado. El golpe seco en la barra lo ha despertado. Ilusa emoción y ensueño. Olaya ni siquiera ha aparecido esta noche. Retuerce sus manos para después, torpe, alcanzar su abrigo, en el que se acaba escondiendo, enfurruñado. 
Esta noche tampoco ha habido suerte, como los últimos 45 sábados. No volverá- ella no lo hará- donde perdieron todos sus sueños. Él, en cambio, esperará, que Olaya, por arte de magia, recuerde lo cerca que estuvieron de quedarse juntos para siempre. Él  albergará en sus más íntimos sueños, la esperanza de que ella cruce el umbral y está vez se quede para siempre. Pero ni el sábado 46 ni los 100 siguientes volverá, porque él le dijo aquel día nublado que ya no podía soportar más la idea de no saber si la quería de verdad. 

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