viernes, 9 de junio de 2017

Hacía mucho tiempo que el dolor no tenía este sabor a sangre. Me desmayo en mi inocencia y me restriego en la ansiedad. No puedo hablar y por eso escribo. Me cuesta respirar, me duele el pecho. Me callo moriéndome la lengua, mordiéndome los labios, apretando fuerte mi nunca con ambas manos. Bajando la cabeza hasta que impacta en mis rodillas, hasta que el hielo se rompe. Estoy muriéndome y no hay nadie que pueda testificar. ¿Cómo puede haber tanto dolor encerrado en un pecho tan pequeño? Ni siquiera seco las lágrimas, dejo que se pudran en mi rostro.
Me he mirado en el espejo del lavabo y ni siquiera me parezco. Es una mierda sentirme así, pero es aún peor saber que no tengo un Dios al que rezarle. Es peor saber que ya me ha dolido el pecho de este modo antes. Es casi insoportable. 
Me agarro los hombros, haciéndome daño, distrayendo al cerebro, que se va muriendo conmigo.
Miro al techo esperando una señal que nunca llega, algo que me diga basta. Pero la próxima lágrima no tarda en llegar.
Es casi intrascendente el humo que se me agarra a los pulmones, no se va ni echándolo. No se va ni gritándole. No se va ni queriendo. 

Quiero chillar y no puedo.
¿Por qué?



¿Por qué aquí? ¿Por qué en casa? ¿Por qué ellos? ¿Por qué yo? ¿Por qué él?





Me duele tanto que tengo que parar de escribir.
Y ni siquiera he pensado en un final para esta mierda que probablemente en unas horas acabaré borrando. 

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