Uno de esos días.
Nadie lo ha visto, nadie ha preguntado, nadie lo ha sabido.
Una punzada eléctrica cosida a la espalda, tres segundos llenos de preguntas y de repente, silencio. Silencio grande, silencio crónico, silencio que persigue, silencio que nunca se calla.
Hacía ya tiempo que no escribía en el metro, pero estoy (¿lo estoy?) tan vacía que necesitaba llenar este hueco con palabras. ¿Palabras? Ni siquiera son eso.
Tiemblo bajo el frío inexistente de la conciencia. ¿Qué habré hecho mal? ¿Qué se me ha escapado? ¿No he estado atenta? Nadie lo ha notado, pero hoy ha muerto mi estrella.
Será que me he vuelto loca, como el otoño de este año, que amenaza con no aparecer. O serán esos 21, que cada vez son más rápidos y están al borde de tocarme.
Más silencio. Es casi insoportable.
Y ni siquiera he encendido el mp3.
Contexto ilógico el que me envuelve. Personas a mi alrededor que sí tendrán de qué preocuparse, y yo con mi manía de seguir hacia adelante, pero siempre a trompicones, siempre torpe, siempre ilógica, siempre perdida.
Ojalá supiera qué estoy escribiendo, pero se me está agotando la tinta de usarla tan poco, y el silencio está comenzando a gritarme al oído.
Dónde estoy.
Cuál es mi camino.
Me he equivocado.
Esta no soy yo.
Por qué estoy donde estoy.
Este no es mi sitio.
Acabo de mirar mi reflejo,
me ha saludado con los ojos
y me ha preguntado
que por qué he tardado tanto
en volver.
Hoy he sentido que era invisible
y tal vez lo haya sido.
Pero tal vez nunca nadie lo sepa
porque nadie es quien va a leer esto.
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