No había planeado nada de todo aquello. El pelo rozó mi cara efímeramente. Con la intensidad suficiente como para saber que mi piel debería haber sentido frío. Y sin embargo, ardía. Me ardía cada poro, como si estuviera apunto de estallar en mil pedazos. Como mis mejillas sonrojadas y la velocidad del palpitar de mi corazón . Corrí a una velocidad impropia en mí. Me cubrí la cara con las palmas de las manos , con las ideas revueltas. El alma suspiraba, y cogía aire de nuevo. Parecía fortalecerse. Me llené de valor y paré. Me detuve. Una, dos, tres pulsaciones. Todo lo que quedaba a mi alrededor ahora estaba desolado, desértico. Me hundí en mi propio miedo, y no dejé de mirar hacia todos lados. Temía a la persecución de la vida, intrépida, cambiante, que pasaba volando. Temía a la meta, a la muerte que esperaba quieta a que el reloj avanzara, las agujas volaran, la piel se durmiera, el llanto me estremeciera. Le temía a la fugacidad de las horas y la intensidad de todos y cada uno de los momentos que había vivido durante esos dieciocho años.
Y entonces desperté.
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