jueves, 15 de noviembre de 2018


Deslizo los dedos por mi rostro, pasando por cada imperfección, cada poro. El reflejo me devuelve una versión distorsionada de mí, un yo confuso que parece no hablar el mismo idioma. La veo tan mayor a mi lado; como si hubiera vivido mil vidas más que yo, como si aún tuviese heridas en las manos, como si el miedo la venciera en escasos segundos.
Mirada cómplice y atención desviada. Me separo solo un metro de su corazón, pero la línea invisible y paralela que me une a ella se tensa hasta provocar un ruido devastador. 
Casi la escucho murmurar: 
  • No, tú no.
Oídos sordos, corazón abierto, kamikazes cobardes. 
No me reconozco y sin embargo, sé que soy yo. No es por el marrón áspero de los ojos, ni por la barbilla pronunciada, es algo más: son las maneras de mover las manos, el estilo en la sonrisa, el hoyuelo clavado en el espejo. Es la voz nerviosa que salpica, es el rebote de la incógnita, es la verdad salada. 
De repente duelen sus palabras. Me dice todo lo que evito hablar conmigo misma, porque tiene una voz mucho más fuerte, que no resbala porque no se pronuncia, que no muere porque solo nace en mí. 
  • Tú no has nacido para escribir. 
Me giro en un inútil intento de acallar esa agonía que me asfixia por la espalda. No puedo ser tan cruel, no puede doler tanto. 
Me retuerzo de dolor mientras evito mirarme. 
  • Tú nunca sorprenderás con esto. 
Me doy la razón mientras asiento y me recojo el pelo con la desesperanza. Me tiembla más el pulso que las ganas, me vacío de esa mirada que aún tengo clavada justo en el hueco que el corazón deja entre el pecho y la espalda. 

Razón de ser es detestar mi condena; cumplirla es aceptar sueños, aunque ni siquiera ya me pertenezcan. 

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