sábado, 3 de agosto de 2013

Tejados.

Y sin embargo el tejado parece más largo que nunca.
Se hace inmenso y yo me hago pequeña en él. La lluvia no molesta, al contrario, alivia estos treinta y cinco grados. Mi mente adormecida combate con la oscuridad de la noche. Piso el tejado como quien pisa un cristal, con el sumo cuidado de no arañarme los pasos.
Sonrío como si fuera una costumbre barata, pero con un amor profundo a las tradiciones. El poco aire que balancea la lluvia pasa por mi cara, rozándola con una delicadeza propia de cualquier sutileza. Son hábiles los pájaros que se dan a la fuga.
Yo en cambio, solo regalo líneas a un folio de alguna libreta vieja que he encontrado.
Aquí todavía huele a ti. Y joder, qué bien sienta este verano tu aroma.
Más frío que nunca. Más gélido que de costumbre. Pero se siente más cálido.
Imperceptible.
Así son los recuerdos que acechan.
Y mientras tanto, yo, me caigo. Como se caen las hojas en otoño. Y no importa, porque la caída ya no puede doler. Y río. Estallan carcajadas que no sé cómo han llegado hasta allí. Y a pesar de la tristeza, mi sonrisa vacila a cada lágrima, reteniéndolas. Y me siento como quien habla después de haber permanecido callado durante mucho tiempo. 
Y ahí está la claridad de tu recuerdo, con tu risa medio llena, y tus bolsillos medio vacíos. Y esa forma de calmar mi llanto a base de prisas. Y ahí estás, como si estuvieras. Aunque no estés, te veo. Y contigo parece como cuando era pequeña.
Porque río y no pienso. Porque si pienso, también río.
Porque el tejado no suena si camino por encima, porque la lluvia no cesa. Y se mojan mis sueños, pero ahí siguen. Como tu trayecto en mi vida, permanente.
Como las cosquillas en el alma, como mis ganas de verte. 
Como la cercanía del amanecer, que no se sorprende al reconocerte. Como mi corazón, que por un segundo, ha vuelto a respirar al imaginar, que por primera vez en siglos, volvía a tenerte. 

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